miércoles, 8 de julio de 2009

Café hirviendo

4 comentarios
Ya no sé si te estoy escribiendo de nuevo sobre los bordes del periódico, en los viejos programas de conciertos, sobre una etiqueta de alguna marca de cerveza, en los espacios blancos de la cajetilla de cigarros, en alguna piel ajena, quizá sobre mi pecho, o mi entrepierna húmeda…

El caliente líquido casi provocaba que me ardieran los labios. “El café debe tomarse hirviendo”, decía mi padre. Este vicio, que me calienta más la boca y la sangre que un buen trago de whisky, me recuerda la intensidad de tus mordidas de besos excitados. “Serías una pésima puta” me comentó alguna vez un buen amigo en un bar., “¿Cómo sobrevivirías si siempre andas por ahí con esas piernas tan juntas y tan sobrias?” terminó de decirme con el alcohol ardiéndole en el cerebro. Y la verdad es que el deseo de ir a buscarte y ofrecerme como ramera se me escurre entre las piernas. Las ansias de ti me sangran por las manos. El cenicero se ha llenado de nuevo y ni siquiera tengo tu mano compañera que por lo menos me haga creer por un rato, que ya no consumo tanto tabaco. No he escrito en un tiempo. Cinco días, la quincena pasada, un mes… Pero lo que me enferma es que no dejo de escribirte. Lo peor es que no se trata de recordarte o describirte, sino de inventarte. A diferencia de lo que le ocurría a Miller, yo agradezco no tener cerca una maquina de escribir cuando te voy componiendo, así puedo dejar que las letras nacidas de tus pupilas inventadas e invisibles se pierdan entre las inmensas plazas con extensiones de ágora, en los mercados ambulantes, en los campos abiertos o en los abismos de mi memoria. De esta manera te puedo olvidar cuando quiera. Así que no ha de sorprenderte si caminando el viento me delata haciendo caer en tu manos alguna granada o durazo con forma y sabor de mi vientre. Yo sembré su aroma con versos sin tinta, con tus adjetivos exactos, con tu presencia inventada, con las líneas de tu traje blanco, con tus manos al fumar, con tus piernas, con el olor a ti. Y todas estas cosas me golpean la mente mientras bebo de la taza.

Es poca la circulación de gente sobre las banquetas que rodean el Café, entre la calle 5º y la avenida con nombre de algún héroe patrio. Su nombre, sus apellidos y los acontecimientos que lo llevaron a convertirse en un signo de referencia dentro de una gran metrópolis, los saco de mi memoria y me los guardo en el bolsillo, junto con el resto de las indicaciones cardinales que descansan debajo de su nombre, como un mal epitafio. Así, me guardo tu historia, tu nombre con vocales resonantes y el perfil moral que mantienes en esta sociedad de la que me escondo. Pero cuando te encuentro en la arista de mis dedos, arranco tu nombre de esas placas metálicas, que con ojos de semáforo, ven pasar la rapidez de la efímera presencia de los conductores; arranco las letras que escriben tu nombre, de la portada de tus libros, de los organigramas y del reloj checador, para dejar de guardarte y rendir homenaje a tu cuerpo y tu nombre. De esta manera puedo tenerte cuando quiera. Así, todo lo que eres se vuelve parte de mi consciencia y no de todo un inconsciente colectivo. Todas las letras que no pronuncia tu nombre las hago mías. Sigo bebiendo…

Y puedo seguirte por medio de todas las espaldas que se parecen a la tuya, de los cuerpos con casi el tono exacto de tu piel, de otros nombres que reposan en silencio sobre placas metálicas o por medio de la sombra de viejos cuadros.
¡Las piernas me arden! El café se me ha derramado y su sabor es el que me lastima. Me levanto de impulso y arrojo a la mesa un puño de billetes que hacen más que pagar mi cuenta. Miento. No es que te olvide o te tenga cuando quiera. Simplemente eres tragos cortos o prolongados… o accidentes que arden… o las gotas que cae, perdiéndose de la mesa al suelo…


Pero sigo caminando, bebiendo… Bebiéndote sin probarte…